jueves, 10 de marzo de 2011

Carta del moribundo enamorado.

Le dedico este ultimo suspiro, a la unica persona que enverdad me escucho. Ella que mientras dejaba caer sus ropas con encajes escarlata, me preguntaba las cosas que ninguna otra persona jamas me pregunto. De pensar que alguien como ella tuviera mucho mas respeto por mí que el que mi madre o padre alguna vez tuvieron me hace sentir despreciado, pero a la véz eso me hace amarla aún más.
 Hermoso cabello ondulado que caía por su espalda, del color negro que toma el carbon mientras aviva la llama de una calida chimenea. Esos labios, que de solo verlos hablar te hacen imaginar hasta la mas pervertida fantasia, con esa gruesa capa de labial rojo que silenciosamente te insita al plaser y cuando menos te das cuenta ya te encuentras entre sus brazos. María era su nombre, más hermosa que todas las mujeres de esta triste ciudad, y claramente mucho más apasionada.
Me hervia la sangre cada vez que me pedian que esperara para verla, poco a poco ver como uno tras otro los hombres que habian llegado antes que yó entraban y salian del cuarto en donde se encontraba María. El cuarto no era la gran cosa, solo constaba de un enorme sofa con borlas y arabescos en sus brazos y una cama pequeña con tendidos de color escarlata, todo el lugar era iluminado por dos grandes luces color salmon que daban un tono romantico al lugar.
Cada vez que estaba con ella todos mis problemas desaparecian, cada remordimiento por mi odiada madre y exigente padre desaparencian meintras con mis temblorosas manos, desabrochaba el sosten rojo que María siempre traía puesto. Cuando ella me hablaba seductoramente cada insulto y golpe que mi padre me habia propinado ese día se desbanecían poco a poco. ¿Quien diría que aquel angelical ser vestido de demonio rojiso, el que siempre me alejo de los sufrimientos, me causaría este que me tiene acostado en esta triste cama de hospital?
Recuerdo bien discutir con este barbudo hombre vestido con esmoquin blanco, el que según María era su carcelero. Le ordene que le permitira ir, y este con furia lejo a las dos mujeres que sentadas sobre sus piernas lo acariciaban. Primero me pidio qu me retirara y dejara de decir estupideces, y al ver que yo, no tenia ni el menor deseo de retirarme de ahí, del bolsillo interno de su esmoquin saco una delgada pistola y apunto justo a mi pecho, no dudó ni medio segundo en el acto que seguiria acontinuacíon, y el enzordecedor sonido de la muerte toco a mi puerta, menos mal no le permití entrar.


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